¿Por qué protestan los pueblos indígenas contra la ley 462?

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Pueblos indígenas protestan por la profunda desigualdad estructural que históricamente ha caracterizado a Panamá. Foto: EFE.


Por: Kevin Sánchez Saavedra

11 de junio de 2025 Hora: 16:42

En medio del despliegue represivo del actual gobierno panameño contra comunidades indígenas como Arimae en Darién, emergió una pregunta mediática tan reiterada como malintencionada: “¿Y por qué protestan los indígenas si ni siquiera cotizan al seguro social?”. Esta pregunta que se repitió en redes sociales, en medios masivos e incluso en círculos de opinión política, no solo desconoce el fondo del conflicto, sino que reproduce viejos prejuicios clasistas, racistas y coloniales. Es una pregunta que, en vez de interpelar al sistema de desigualdad que nos atraviesa como país, lo normaliza.

En lugar de acusar a los pueblos indígenas de no cotizar, la pregunta fundamental que deberíamos hacernos como sociedad es: ¿por qué tantos panameños indígenas y no indígenas no tienen a un trabajo digno que les permita cotizar?.

La respuesta es clara: por la profunda desigualdad estructural que históricamente ha caracterizado a Panamá. No lo dicen únicamente las organizaciones sociales o los pueblos indígenas, lo confirman también estudios académicos, diagnósticos institucionales, informes de organismos internacionales e, incluso, los mismos tecnócratas que hoy impulsan la Ley 462. Panamá es uno de los países más desiguales del continente. Mientras una élite empresarial y financiera concentra la riqueza y evade sistemáticamente sus responsabilidades fiscales en más de 8 mil millones de dólares al año, la mayoría de la población incluyendo comunidades indígenas vive en condiciones de exclusión, pagando impuestos indirectos, pero recibiendo servicios públicos precarios. Esta desigualdad no es casual: es el resultado de un modelo económico excluyente que ha funcionado a costa de los mismos sectores que hoy son reprimidos por levantar su voz.

Quienes hoy dicen que los indígenas “no cotizan” lo hacen como si eso los descalificara para defender el sistema de seguridad social. Como si no tuvieran derecho a luchar por una sociedad más justa solo porque no pagan o no figuran en una planilla.

Pero la exclusión nunca ha significado resignación. Al contrario: la lucha indígena ha sido, históricamente, una lucha por ampliar sus horizontes de ciudadanía, por lograr que sus hijas y nietos accedan a derechos que a sus abuelos y abuelas les fueron negados.

Aunque muchos indígenas en sus territorios no estén hoy afiliados al seguro social, sus aspiraciones son claras y legítimas: que sus hijos se eduquen, se profesionalicen, que regresen a sus territorios con otros conocimientos, que fortalezcan sus culturas, que defiendan sus tierras y su autodeterminación. ¿No es
razonable que también quieran que sus hijos e hijas tengan derecho a una pensión digna? ¿No es justo que peleen por un futuro más equitativo para ellos y para el país entero?

El otro gran error de quienes acusan a los pueblos indígenas de “no cotizar” es asumir que todos permanecen exclusivamente en sus territorios de origen, desvinculados del mundo laboral formal.
Los censos nacionales desmienten esa idea. Los pueblos originarios en Panamá no solo están en las comarcas y tierras colectivas; también habitan espacios urbanos, barriadas populares, zonas agroindustriales de frontera laboral. Muchos son parte activa de la fuerza de trabajo que también sostiene el sistema económico panameño.

En la región metropolitana de Panamá, en David, en Santiago, en cabeceras de distintas provincias, miles de personas indígenas trabajan como obreros, como empleados de servicios, ayudantes de construcción, vendedores, recolectores, peones agrícolas. Muchos de ellos sí están afiliados a la seguridad social, aunque con frecuencia en condiciones precarias y sin derechos laborales plenos.

Un caso evidente es el de las fincas bananeras de Bocas del Toro y de Chiriquí, donde la mayoría de la mano de obra es población ngäbe. A ellos se les descuenta la cuota del seguro social, aunque su trabajo sea muchas veces temporal, exigente y mal remunerado. Por tanto, sí hay indígenas cotizando. Y los que no lo hacen aún, también tienen derecho a reclamar un futuro donde esa exclusión no sea la norma.

Las protestas en Arimae y en otras comunidades indígenas no se limitan a la Ley 462. Es una expresión de rechazo frente a un patrón autoritario de gobernar, que impone políticas regresivas sin diálogo ni consulta.

El memorándum de entendimiento con Estados Unidos que permite operaciones militares, el intento de reabrir la mina de Donoso, el proyecto de embalse sobre el río Indio, todos ellos comparten una lógica común: la imposición desde arriba, sin escuchar a quienes serán directamente afectados. Es una política de despojo, de marginación, de negación de la soberanía nacional y de la autodeterminación de los
pueblos.

Defender la tierra, el agua, la soberanía, la seguridad social, no son luchas separadas. Son aristas de un mismo conflicto estructural: el del privilegio que se impone a costa del bienestar de las mayorías.

La represión contra la comunidad de Arimae no fue un simple operativo. Fue una violación directa de los principios de autonomía, seguridad territorial y respeto a la autoridad indígena.

SENAFRONT una fuerza militarizada con historial represivo (recordemos Colón y Bocas del Toro en 2011) penetró tierras colectivas reconocidas legalmente, intimidó a la población, realizó allanamientos, lanzó gases lacrimógenos que quemaron viviendas con techos de paja, y actuó como si se trata de una ocupación.

No es la primera vez. Lo que también ocurrió en Ibedi, en la Comarca guna de Madugandi, ¿fueron advertencias? La militarización de los territorios indígenas no solo rompe con el marco legal vigente, sino que expresa un desprecio por el autogobierno indígena y su relación ancestral con la tierra. No se trataba de “reestablecer el orden”, sino de imponer el miedo. Como he dicho antes, estamos frente a una “pedagogía del miedo” que buscando quebrar la resistencia, solo reafirma la dignidad de quienes luchan.

    La cosmovisión guna, como también ocurre en muchas otras cosmovisiones indígenas de Abya Yala, cuenta con narrativas que nos alertan sobre los peligros del poder sin límites. El sociólogo guna Juan Pérez Archibold recuerda el personaje mítico de Biler, un líder megalómano que encarna todo lo que los pueblos originarios rechazan: la imposición, la soberbia, el desprecio por la comunidad, la persecución
    al disenso, el culto a la personalidad.
    Biler es una figura que desentona con los principios de liderazgo tradicional guna, que exige equilibrio, sabiduría y servicio. Es, en palabras de Pérez Archibold, una advertencia viva sobre los efectos devastadores del poder ejercido sin límites, sin contrapesos y sin ética.

    Biler no es solo una figura de otro tiempo, es también un espejo en el que se reflejan los liderazgos actuales, que se creen indispensables, que desprecian a sus críticos y que desde el poder convierten a las comunidades en amenazas. Integrar este tipo de referentes desde las epistemologías indígenas permite entender su resistencia actual como una defensa de valores culturales, éticos y políticos profundamente
    arraigados en su historia.

    Lo que sigue ocurriendo hoy en Arimae, y en tantas otras luchas sociales e indígenas, no es una amenaza a la nación, sino un llamado urgente a repensarla. Los pueblos indígenas no están protestando solo por una pensión. Están protestando por el derecho a existir con dignidad, por el derecho a decidir sobre sus vidas y territorios, por el derecho de sus hijos e hijas a tener un futuro sin exclusión.

    Y frente a la represión, frente al desprecio y la mentira, su lucha sigue viva. Porque, aunque el gas lacrimógeno ciegue, la memoria resiste. Aunque los medios comerciales de comunicación silencien, la palabra se transmite de casa en casa, de abuelo a nieta, de tambor a comunidad. Aunque el gobierno reprima, los pueblos no se rinden.

    Autor: Kevin Sánchez Saavedra

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